Uno se fija en estas cosas. La forma de caminar, por ejemplo. Eloísa tenía un paso seguro, asentando bien los pies, ya fuera que calzase tenis, ya sus botas de caminata. Igual a un joven elefante, tranquilo y orgulloso. Pero las cosas que importan también están en otro lado. En la sonrisa, por ejemplo. Una sonrisa ausente, casi autista. De muñeca de plástico. De haber estudiado esa sonrisa con más cuidado, no estaría ahora muriéndome, entre blancos cerros de piedra caliza, blancura que se amontona hasta el infinito, como hechos a la medida para enloquecer de sed y de cansancio.
Por aquellos días practicábamos el senderismo y a veces hacíamos excursiones a la montaña, durante los fines de semana. Éramos aficionados con poco sentido del peligro, que tomaban un autobús hasta los pueblos al pie de la serranía y se estaban un par de días tratando de “convivir con la naturaleza”. Usualmente pasábamos frío y a veces hambre, pero fuera de unas cuantas caídas, raspones leves, quemaduras en los dedos por la fogata y piquetes de insecto, nunca nos ocurrió nada grave. Montar mal una tienda de campaña y amanecer empapados y temblando era motivo de risa; algunos del grupo ni siquiera estaban en buena condición física y la mitad del camino había que cuidar que no se rezagaran o se perdieran.
Fue durante la asención a La Malinche cuando conocimos a la Eloísa. Y fue providencial, porque nos había sorprendido un aguacero helado, mientras echábamos la siesta, mojando la provisión de leña y toda nuestra ropa. Nos estábamos resignando a pasar una noche acurrucados juntos, Silvia, Gardenia, Mauro y yo, tal como oseznos en su cueva, cubiertos apenas por nuestra mala tienda, pesada, decrépita y casi inútil. Mauro era el único sonriente, pues le emocionaba la idea de pasarla abrazando a Gardenia, a quien le echaba los perros ―sin resultados― desde hacía meses; era el único que no estaba a disgusto con la situación.
Mientras contemplaba las gotas de lluvia que se filtraban por la lona del techo, oí cantos y música no muy lejos, montaña abajo. Nos encontrábamos en pleno bosque y no habíamos visto sino a unos cuantos campesinos con sus burros y perros flacos y agrestes, que nos maldecían entre murmuraciones. Silvia y yo decidimos bajar una cuesta no muy empinada, y a medio kilómetro nos encontramos un enorme campamento. La gente parecía estar en una fiesta: había sones de guitarras y melodías mexicanas, varias hermosas fogatas con viandas asándose al calor de las brasas. Regresamos por nuestros compañeros; a la vuelta, un señor chaparrito nos dio la bienvenida y varios montañistas nos indicaron un lugar donde podríamos levantar la tienda. Secamos nuestra ropa e ingerimos comida caliente por primera vez desde la mañana; cantando, riendo y bailando nos divertimos con el resto del grupo hasta la madrugada, aunque no recuerdo haber visto a Eloísa sino hasta el siguiente día.
Desvelados y todo, comenzamos a ascender apenas despuntando el sol, con un poco de café y un bocado de las raciones que nos quedaban como único alivio para la panza. Muy pronto, Silvia se quejó de dolor de cabeza ―síntoma frecuente del mal de montaña― y Gardenia comenzó a rezagarse cuando atravesábamos el paraje donde termina la vegetación boscosa y comienza una cuesta de lava negra. Mauro se pegó a una desconocida ―luego supe de quién se trataba― y se despreocupó de lo que le ocurriera a su pretendida. Intenté alcanzar al grupo principal, pero me inquietaba el estado de mis dos compañeras, así que les mantuve el paso, lo que me dejó agotadísimo al final del día. Alcanzaba a ver a los montañistas de lejos, como unas pulgas subiendo por esa pendiente de lava, convertida en arena densa y oscura, donde en ciertos trechos las botas se hundían hasta el tobillo. Roca pulverizada por miles de pies a lo largo de los años. El acre polvillo que se levantaba al caminar se metía por la nariz y por los ojos.
Finalmente, poco después de mediodía alcanzamos la cumbre. No se puede reducir a papel y tinta la euforia que nos causó el vernos en la cima, dominando el mar de nubes. En un extremo, contemplé las nieves aceradas, solemnes, del Pico de Orizaba, irguiéndose solitario. Por el otro lado, las moles majestuosas y casi risueñas del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, aquél con su pequeña bocanada de fumador; y mucho más lejos se recortaba claramente la cima del Xinantécatl, o Nevado de Toluca.
En aquel momento me percaté de la presencia de Eloísa, con quien Mauro había hecho la cumbre. Mostraba sus blancos dientes en una sonrisa perfecta de triunfo. Usaba una gruesa banda para sujetar su cabello rizado y corto, y platicaba animadamente con todos, como si los conociera de años o como si estuviera en una fiesta con un vaso en la mano, y no a cuatro mil cuatrocientos sesenta metros sobre el nivel del mar. Después me enteré que aquel había sido su primer ―y último― viaje con ese grupo.
Fuimos festejados con un brindis, por ser nuestra primera vez en la cima. La bebida de la anforita con que nos obsequiaron resultó ser alcohol casi puro, que nos quemó la garganta y nos hizo toser por un rato. A Silvia le empeoró sus malestares. El descenso tuvo que apresurarse, pues como ocurre con frecuencia en esas alturas, el clima se descompuso con impresionante rapidez. Una tormenta de nieve se nos venía encima y nos obligó a desalojar la rocosa cúspide, casi corriendo cuesta abajo. Hubo muchas caídas cómicas pero nadie se lesionó.
Ya en el autobús de regreso a casa hubo tiempo para intercambiar teléfonos y direcciones. Nos despedimos de los montañistas con abrazos fraternos en la terminal y nos deseamos suerte, prometiendo que nos reuniríamos muy pronto.
Caminando se conocen países; caminando se gestan teorías; caminando se conquistan imperios. Pero también se puede morir caminando: por sed, por fatiga, por hambre, por picadura de animal venenoso o ataque de salteadores.
Silvia me repite que hace rato se nos acabó el agua. Como si me hiciera falta recordarlo: el paladar y la lengua se me pegan, en lugar de saliva parece que tuviera una especie de plasta. Las piernas pesan; cada paso es un logro, con todo el equipo que cargamos encima. A pesar del calor traigo puesta la camisas de franela, el pantalón de mezclilla y el sombrero (mi sombrero de la suerte, que estreno en esta excursión) para evitar las quemaduras de sol.
Seguimos viendo blanco, piedras blancas en blanquísimos cerros, moteados por vegetación chaparra y espinosa, como puesta a propósito para lacerar las carnes del viajero incauto. El aire reverbera y el paisaje desolado se percibe igual que en un mal sueño, como en una película trabada segundos antes de explotar en llamas.
Los cuatro nos habíamos citado con Eloísa en un café de chinos, cerca del metro, para que nos explicara su proyecto. Se trataba de cruzar el Desierto de Altar en Sonora. Una travesía solitaria y muy peligrosa. Partiríamos de Puerto Peñasco para llegar a un ranchito en el lado estadunidense; mas de ciento veinte kilómetros en total. Ella esperaba que la apoyásemos, que buscáramos patrocinadores; pero eso nos lo dijo después. Nos mostró algunas fotos: parecía un paisaje del Sahara o de los yermos de Arabia, con sus dunas y todo.
―Necesitamos trabajar mucho, físicamente ―remató, cerrando el álbum de golpe, y de inmediato se puso a elaborar un plan de entrenamiento que incluía caminatas por montañas, cerros y lugares llanos. Nunca preguntó si tendríamos el tiempo.
―El tiempo se lo hace uno, cuando quiere ―repitió varias veces. Miraba sin fijar la vista en ninguno de sus interlocutores, pero parecía barruntar una especie de futuro que ya estaba totalmente edificado a partir de sus planes.
Cerro del Molcajete, al oriente del DF: otra formación de tezontle, asediada por casas de tabique gris, que poco a poco se disuelve en arenas. Subimos la cuesta cuatro o cinco veces. Nos escurría el sudor por la frente, la espalda, el cuello. Llevaba mis viejas botas tipo militar, por eso admiré cómo Silvia resbalaba de bajada con sólo sus tenis sin romperse un tobillo. Gardenia tuvo suerte de no rodar hasta abajo; con mucho era la menos hábil del equipo.
El último descenso fue festivo. Lo celebramos como si fuera el buen resultado en un examen, mientras Eloísa nos miraba.
―Me da gusto que estén contentos. Espero que se sientan preparados para la asención al Iztaccíhuatl. Nos vemos en ocho días.
De regreso en el micro no dijo una sola palabra sobre el tema, y contestó con monosílabos y sonrisas indescifrables a todo lo que le preguntamos.
Una fiebre intempestiva me dejó tirado en cama el día anterior a la subida de La volcana, como algunos le dicen al Izta. Al volver, mis amigos me cuentan como les fue en esta aventura.
―Fue durísimo ―me informa Silvia―. Tuvimos que acampar junto a una pared de hielo. Estábamos como a cinco mil metros.
―Casi nos volvimos locos: no podíamos dormir del frío, del miedo que nos daba la altura, del mal de montaña, pensando que nos podíamos quedar allá arriba ―completa Gardenia―. Hubieras visto a Eloísa, ¡qué mujer! En la mañana, fresca como capullo de rosa. Nada más la vi adelantarse, así, hasta la cumbre ―acompaña sus palabras con un gesto ascendente de la mano; y remata:― ¡Que vieja tan chingona!
Mauro no habló. Fue el que más padeció esta escalada: mal de montaña, vómitos, crisis nerviosa. A los pocios días decidió que el viaje al desierto no era para él y sin decirnos nada dejó de frecuentarnos y de llamar por teléfono. Parecía haber un tácito acuerdo de retirada.
El siguiente mes hubo poco entrenamiento, pero muy agitado: una caminata desastrosa por el Desierto de los Leones, en la cual nos llovió como si el cielo se vengara por algún agravio hecho por los excursionistas en su contra. Nos perdimos y, para colmo, olvidamos los víveres en el bosque, así que regresamos ensopados, fatigadísimos, hambrientos y de muy mal humor.
A instancias de Eloísa, quien pensaba que por ser estudiantes de periodismo conocíamos a todos los de ese ambiente, organizamos una conferencia de prensa para dar a conocer nuestros planes de atravesar el desierto de Altar. Llegaron siete reporteros y nos hicieron preguntas absurdas. No supimos ponderar si aquello fue un éxito o un fracaso. Lo cierto es que el ánimo de nuestra guía se tornó gélido: al preguntarle su opinión sobre la conferencia sólo dijo que había que entrenar mucho más duro. “Iremos a una excursión por el desierto, aquí cerca, en el estado de Hidalgo. Preparen todo para el fin de semana”. Lo dijo el jueves.
La única que pareció optimista con estas palabras fue Gardenia, responsable de conseguir los patrocinios para el viaje. Confiaba en su inegable talento para hacer negocios, aunque hasta el momento no tenía siquiera la promesa de que nos dispararan el boleto de autobús.
Era viernes por la noche, a las puertas de la escuela. Silvia, Gardenia y yo parecíamos una pandilla de vagos trotamundos. Traíamos el equipo completo: tienda, mochilas, linternas, cacerolas y demás. Atuendo rudo, como debe ser: botas camineras, pantalones de mezclilla, camisas de cuadros, chamarras, paliacates, pañoletas, bufandas. Maestros y compañeros de clase que iban de salida se detenían a preguntar a dónde íbamos y a desearnos buen viaje.
Habíamos quedado de vernos en el metro con Eloísa. Ésta llegó puntual y nos explicó que viajaríamos con otro grupo; estaba feliz, porque nos había conseguido transporte gratis; “bueno, hay que cooperarnos para la gasolina”, agregó.
Llegamos a una estación que ya no recuerdo y caminamos algunas cuadras. Era una colonia más bien jodida que se aprestaba a dormir. No había comercios abiertos, excepto un puesto de tacos miserable, que provocaba cierto horror. La montañista se paró frente a un zaguán y tocó fuerte cuatro veces. Le abrió una señora muy cordial, invitándonos a pasar. Enseguida presentó a la familia con la cual haríamos la travesía. Quedamos bajo el mando de un hombre muy alto, greñudo y de barba olímpica, quien estaba sentado junto a otros dos hermanos menores, muy parecidos a él: los tres nos miraron con una mueca desdeñosa. Pronto los apodamos Los vikingos.
Aunque era evidente que acababan de cenar, no nos convidaron ni una migajita. Nos pidieron subir a una camioneta de redilas, cuyo único lujo era un toldo de lona. Despues de algunos forcejeos, logramos acomodarnos bien apretados, sentados casi en posición fetal, sobre las tablas del vehículo. Además de los senderistas viajaban una mujer que amamantaba un bebé de pocos meses, varios adolescentes y niños que no logré contar (no había luz), y una señora que podría ser la abuelita de la familia. Las mochilas fueron un problema: algunos se sentaron sobre ellas o las pusieron sobre las rodillas, para perjuicio de su sistema circulatorio.
No trataré de describir el trayecto: digamos que fue una especie de remembranza de las deportaciones en las que, en trenes para reses, los prisioneros fueron trasladados hacia los campos de concentración. Hicimos varias paradas en el camino, seguidas de vueltas en U, como si el conductor se perdiera continuamente o no hallara la ruta para el lugar de destino: Los Quelites, un poblacho distante y poco visitado, situado en medio del semidesierto hidalguense. La intención era caminar desde allí hasta un lugar de descanso llamado El Tulecito. De paso diré que con lo que pagamos de “cooperacha” pudimos haber abordado un autobus de primera clase, llegando en tres horas a nuestro destino, en lugar de las seis que hizo la camioneta.
Mortificados por el viaje, bajamos dispuestos a descansar un rato para emprender la marcha por la mañana. Habíamos descendido en un sitio muy oscuro, así que alumbramos el suelo con las lámparas para extender nuestras bolsas de dormir. Hacía bastante frío. Un par de horas después salió el sol, intempestivo como ocurre en los desiertos. Nos dimos cuenta que estábamos en el atrio de una iglesia. Los vikingos se despertaron estirando los brazos y dando bostezos de lobo. Eloísa ya estaba de pie y nos apuraba: “levántense, ya es hora”. Le preguntamos cuántos kilómetros haríamos en esa jornada. Nos dijo que tendríamos que recorrer el trayecto completo. ¿Y si no lo lográbamos? Yo sé que ustedes pueden, respondió, con un gesto que quería despejar cualquier duda. Son cuarenta kilómetros, Elo, tal vez sea demasiado, cuestionó Silvia, a quien le gustaba estudiar los mapas. Ya entrenaron, ¿o no? Seguro que pueden, ya lo verán. Y reapareció aquella famosa sonrisa.
Sin desayunar, porque no había tiempo ―según los vikingos―, nos pusimos en el camino. Los más pequeños y la anciana de la familia se quedaron junto a la camioneta. Vimos que encendían un fuego y arrimaban el comal.
Los primeros cinco kilómetros resultaron fatales. Nuestro calzado para monte rebotaba en el asfalto, recibiendo las piernas todo el peso del equipo que cargábamos. Esta vez también nos acompañaba nuestra vieja tienda de campaña, que junto a lo demás me venía lastrando cual si llevara sobre la espalda todos los pecados de mi vida, juntos y bien envueltos. Ni siquiera es necesario mencionar el golpe del reflejo solar sobre la cara (íbamos en dirección al oriente) ni el calorón que comenzó luego del amanecer.
Poco antes del punto en que dejaban de verse las últimas casas de Los Quelites, la camioneta de redilas nos alcanzó. Gardenia le hizo señas para que se detuviera y, sin voltear a mirarnos siquiera, se trepó en la parte de atrás. La vimos desaparecer entre una nube de humo amarillento del escape; los niños de a bordo sí nos dijeron adiós con sus manitas.
Si bien al principio íbamos en masa compacta, a los tres o cuatro kilómetros de haber entrado en la brecha de terracería nos fuimos acomodando en fila india: el vikingo mayor y sus hermanos la encabezaban, luego otros tres excursionistas, después seguía Eloísa y por último Silvia y yo. De manera gradual, pero muy notoria, nos fuimos quedando atrás mientras que nuestra guía y los demás se despegaban alegremente. Por más que gritamos e hicimos señas, no detuvo ni aminoró su marcha; nuestra entrenadora y guía se limitaba a sacudir la mano apurándonos a alcanzarlos. Al poco rato sus figuras se fueron empequeñeciendo y en una curva del camino desaparecieron. Era el sitio justo donde acababa la vegetación de mezquites y milpas desnutridas, y empezaba el lomerío pedregoso.
Todavía avanzamos cerca de dos horas, sofocados por el calor y la sed, hasta que divisamos una cabaña. Era de fabricación rústica, hecha de varas de carrizo y techada con palmilla; alrededor se veían unos descomunales magueyes. Al acercarnos nos dimos cuenta de que era un expendio de pulque para los escasos viajeros que por allí atravesaban. La señora que nos atendió no hablaba español, lo cual no fue obstáculo para que nos despechara dos jícaras de la bebida, tan grandes que solo podían tomarse con ambas manos. Le preguntamos por señas si tendría algo de comer, y por respuesta nos dio unas cuantas tortillas del día anterior. No contaba con comal, o ese día no pensaba encenderlo, así que tuvimos que entrarle en frío a este magro banquete.
Nos sentimos cada vez mejor y pedimos otra ronda de pulque y luego otra, confiados en el dicho popular que asegura es tan nutritivo como un bistec. Al caer en el estómago en ayunas nos provocó una embriaguez ascendente: fresco y en estado puro el neutle tiene propiedades casi narcóticas, lo que nos permitió andar dos horas en el camino, casi en trance. No recuerdo cómo salimos de la cabaña; la siguiente imagen fue de Silvia y yo atravesando un secarral que hasta se veía alegre.
El sudor nos escurría sin que lo notáramos y de haber tropezado quizá nos habríamos quedado dormidos allí mismo. El silencio llegó a ser tan agudo que me empezaron a zumbar los oídos. No habíamos hablado por largo rato y vi que Silvia trastabillaba. El camino parecía no tener fin, así que se detuvo y sacó su mapa. Estaba absolutamente segura de que se podría cortar camino si tomábamos por entre los cerros calcinados por el sol. Los cuarenta kilómetros se reducirían a veintisiete y estaríamos llegando al Tulecito poco después del atardecer. Ya no faltaba mucho, me aseguró sonriendo.
Empezamos a caminar cuesta arriba por entre las piedras, cuidando de no resbalar o encontrar una víbora. El esfuerzo resultaba ingrato, y lo fue más cuando al coronar una loma veíamos otra igual, y tras esta, otra exactamente lo mismo, y así hasta el horizonte. Fue cuando quisimos echarnos para atras y no pudimos: habíamos perdido la senda.
Así es que aquí estamos: bajando por una quebrada por la cual alguna vez corrió el agua, para localizar un camino de cabras que nos lleve a algún lado, donde encontrar a alguien que nos ayude. Con los pies hinchados, la lengua reseca, la piel ardiendo, entre cerros blancos, seguir andando. Cerros que son la multiplicación de sus piedras blancas, cáscaras de enormes huevos fracturados, hasta el infinito. Bajo un cielo tan azul que nos provoca ternura en medio de este pavoroso silencio.
Y este puede ser el final: perdidos en un paraje sin nombre dos cuerpos que se erosionan, abrazados, las venas de uno abiertas para dar de beber al otro, para con sangre aplacar la sed. Dos cadáveres deshidratándose a la intemperie, pasto de alimañas, quedando sólo piel y huesos, luego la osamenta pelada y blanca, confundiéndose con la blancura del paisaje rocoso. Sin duda un final muy romántico, pero que faltaría por un punto a la verdad.
Allá, a lo lejos, a la derecha del huizache, ¿qué es eso que se mueve? Las piernas se reaniman y bajamos y subimos y bajamos la cuesta, corriendo con todo el equipo que brinca sobre las espaldas; agitando los brazos locamente y vociferando a todo lo que dan las gargantas resecas. Se acerca un camión reumático, que se detiene junto a nosotros. Parece un animal antediluviano, con el cofre oxidado y las llantas torcidas. El conductor es un hombre a quien le faltan varios dientes de enfrente, usa un sombrero sudado y sucio. Sonriente, nos invita a subir y nos pide acomodarnos junto a él. Le explicamos nuestro extravío, “pero no debemos estar lejos del Tulecito, ¿verdad que sí?” Él sólo se ríe y niega con la cabeza. “No, muchachos, iban justo para el otro lado”. Nos explica que de ahí en adelante no hay nada mas que desierto inhóspito. Como se dirige a Los Quelites, nos dejará en el cruce donde sigue el camino hasta nuestra meta. No acepta el dinero que le ofrecemos, pero le agrada una cantimplora con funda de camuflaje que llevo en la cintura, así que se la obsequio.
Se despide con nuevas sonrisas en la intersección donde bajamos. Vayan con Jehová, nos dice. Hasta entonces caigo en la cuenta de que su carromato no mostraba ninguna imagen religiosa a las que los choferes son muy afectos.
De los dos transportes que circulan diariamente para El Tulecito, subimos al segundo: una combi que rechina de todas las junturas, pero cómoda, a pesar de todo. Silvia dormita, su cabeza recostada sobre mi hombro. “Mira”, la despierto, “mira quien va ahí”. Pasamos junto a Eloísa, con su paso firme y su mirada fija en el futuro luminoso; y esa sonrisa ausente, sin preocupaciones y se diría que sin ningún pensamiento en particular que la distraiga.
Dos kilómetros más adelante avanzan los vikingos. Sólo por joder, nos asomamos por la ventanilla y les gritamos “¡adiooos, nos vemos allá abajooo!”
La reseca naturaleza vuelve a dar señales de vida. Conforme el vehículo se adentra en una cañada, el ambiente se torna más plácido. Casi se puede oler el agua. El camino serpentea, siempre hacia abajo, y entonces vemos el milagro: de una cueva en las entrañas del desierto brota un río caudaloso. El venero sorprende por su color celeste.
Nada más llegar se tiene la sensación adentrarse en el trópico: mangos, plátanos, tamarindos y tabachines crecen en las orillas. El aire es mas respirable y el oído agradece el dulce rumor del arroyo. Más arriba de la cañada acecha el desierto agreste, ávido de ese cauce que corre hacia el lejano Golfo de México. Cruzamos un pequeño puente rústico para llegar al balneario ejidal del Tulecito. Sin más preámbulos busco una poza, me deshago de mi carga, de mis botas y del doble par de calcetines que vienen manchados de sangre. Meto los pies llagados en el río y casi puedo sentir que exhalan un chorro de vapor, como en las caricaturas de la televisión.
Después de un chapuzón, buscamos a Gardenia. Se encuentra cerca de donde cocinan los otros pasajeros de la camioneta, y oculta su turbación invitándonos a la mesa ajena, con desmedidas zalamerías y sonrisas. Tanto Silvia como yo rechazamos el ofrecimiento y nos retiramos para compartir unas latas de atún y galletas. Comienzo a encender un fuego para calentar sopa precocida. Buscamos lugar para instalar la tienda. Gardenia insiste y llega con latas de cerveza y habla y habla y todo ese palabrerío sólo sirve para ocultar su vergüenza por habernos dejado tirados en el camino.
―Mira, cada quién aguanta lo que aguanta, Gardenia, y si tú soportaste poco, pues no estabas preparada para esta marcha. Así de simple ―Silvia parece comprensiva y sus palabras distienden la situación, aunque horas antes, al salir de nuestro trance, juramos no volver a invitarla ni siquiera a un día de campo en La Marquesa.
Al día siguiente, luego de desayunar y darnos un baño en el río, emprendemos el regreso. Nos despedimos de las señoras y los niños que juguetean en el agua. De lejos vemos la tienda de Eloísa y la evitamos. Quizá duerme todavía o salió al alba a explorar los alrededores. Tomamos la combi y luego el autobús rumbo a la ciudad de México. Lo único digno de mención es que en un descuido, en la terminal de Los Quelites, se queda en una banca mi sombrero de la suerte.
Dos semanas después y una vez que superamos el trago amargo, nos reunimos con Eloísa en un restaurante vegetariano. La mayor parte de la comida iba cruda. Mientras yo pasaba al baño, Silvia aprovechó para plantearle el asunto a la guía de nuestra expedición. Cuando regresé agitando las manos porque no había toalla, me encontré con caras largas y ceños fruncidos. Eloísa me soltó:
―Dicen que ya no quieren hacer la expedición al Altar, ¿tú crees?
―Y estoy de acuerdo con ellas― respondí. El resto de la plática solo las observaba y de vez en cuanto negaba con la cabeza.
Silxia argumentó que era imperdonable lo que pasó en el trayecto de Los Quelites:
―Estuvimos a punto de morir. ¡Qué tal si esto se repite allá en Sonora! A ver, dinos: ¿por qué lo hiciste?― Noté una cólera subterránea que se empezaba a desatar.
―Yo sólo seguí a mi paso, a mi ritmo. ¡No podía atrasarme! ―del desconcierto, Eloísa pasaba a la indignación. Nos acusó de todo: de malos aprendices, de egoístas, de flojos― Piensen que es un gran proyecto y no puedo hacerlo yo sola― dijo al final, un poco a manera de disculpa.
―Pues sí, tendrás que irte tú solita, caminando “a tu paso” por el desierto ―El rostro de Silvia se iba poniendo rojo. Le acaricié suavemente el hombro, un poco para contenerla y para que no se lanzara a abofetear a la guía.
Eloísa estalló. Se levantó de la mesa y le pidió a las dos compañeras que le devolvieran el equipo de montañismo que les había prestado, lo antes posible, recalcó, ojalá mañana mismo. Los músculos de sus quijadas se contraían de rabia. Tratando de calmarse, nos echó un discurso sobre los sacrificios que debe enfrentar un senderista. Desgranó frente a nosotros una dolorosa vida de retos, muchos de ellos sin recompensa. “Ustedes no tienen, nunca van a tener lo que verdaderamente importa”, finalizó.
No se si fue un reflejo de las luces oblicuas del restaurante, pero me pareció ver una lágrima en sus ojos resistiéndose a salir. Salió pisando en forma desacostumbrada, como sin tino. Todo su cuerpo, por vez primera, traslucía los sentimientos que la desbordaban sin pausa.
Nos quedamos otro rato, pensando si todavía era oportuno pedir el café.
Ramón Meza Rosales