El Sutra del Espíritu de la Gran Sabiduría que permite ir más allá

EL SUTRA DE LA GRAN SABIDURÍA
(Traducción al castellano de Dokusho Villalba del texto comentado por el Maestro Taisen Deshimaru Roshi)
Maha Prajna Paramita Hridaya Sutra
MAKA HANNYA HARAMITA SHINGYO

El Sutra del Espíritu de la Gran Sabiduría que permite ir más allá

TRADUCCIÓN DEL MAKA HANNYA HARAMITA SHINGYO
ESENCIA DEL SUTRA DE LA GRAN SABIDURÍA QUE PERMITE IR MÁS ALLÁ
Avalokitesvara, el Bodhisattva de la Verdadera Libertad, a través de la práctica profunda de la Gran Sabiduría, comprende que los cinco skandhas (cuerpo-materia-forma, percepción-sensación, pensamiento, actividad y conciencia) no son más que Vacío y, gracias a esta comprensión, ayuda a todos aquellos que sufren.
¡Oh Sariputra! Los fenómenos no son diferentes del Vacío.
El Vacío no es diferente de los fenómenos.
Los fenómenos son Vacío. El Vacío es fenómenos.
El cuerpo-materia-forma, la percepción-sensación, el pensamiento, la actividad y la conciencia son igualmente Vacío.
¡Oh Sariputra! Todas las existencias son Vacío.
No hay nacimiento ni muerte. No hay pureza ni impureza.
No hay crecimiento ni disminución.
En el Vacío no hay cuerpo-materia-forma, ni percepción-sensación, ni pensamiento, ni actividad, ni conciencia.
No hay ojos ni oídos, ni nariz, ni lengua, ni cuerpo, ni mente.
No hay color-forma, ni sonido, ni olor, ni sabor, ni tacto, ni pensamiento.
No hay conciencia visual, ni conciencia auditiva, ni conciencia olfativa, ni conciencia gustativa, ni conciencia táctil, ni conciencia de la conciencia.
No hay ignorancia ni extinción de la ignorancia.
No hay ni vejez ni muerte, ni extinción de la vez y de la muerte.
No hay ni sufrimiento, ni causa del sufrimiento, ni liberación del sufrimiento, ni vía que conduzca a la liberación del sufrimiento.
No hay sabiduría ni obstención.
Lo único que hay es MUSHOTOKU: Nada qué obtener.
Esta es la razón por la que en el espíritu del Bodhisattva, gracias a esta Ilimitada Sabiduría, no existen redes ni obstáculos, ni causas de obstáculos.
No existe miedo ni temor, ni causa de miedo y temor.
De esta manera, el Bodhisattva se libera de las ilusiones, de las perturbaciones y de los apegos y llega a la etapa última de la vida, el Nirvana.
Todos los Budas del pasado, del presente y del futuro han obtenido la Suprema Liberación gracias a esta Gran e Ilimitada Sabiduría. Por lo tanto, Hannya Shingyo es el Mantra Universal, el Gran Mantra Resplandeciente, el Mantra más elevado, el Incomparable Mantra, aquel que extingue todo tipo de sufrimientos. Es la verdad auténtica sin error.
Este Mantra proclamado por Hannya Haramita se dice así:
GYATE, GYATE, HARAGYATEI,
HARA SO GYATE,
BOJI SO WAKA.
Vamos, vamos, vamos juntos,
vamos juntos más allá del más allá,
hasta la realización última.
Desglose de algunos de los ideogramas del Hannya Shingyo y su significación:
• KAN JI ZAI: Avalokitesvara en sánscrito. Kwan-yi en chino. Kannon o Kanzeon en japonés.
KAN significa “observar”. JI ZAI: “La Verdadera Libertad”. KANJIZAI: “Aquel que, al vivir en la Verdadera Libertad, ve la Verdadera Libertad por todas partes a su alrededor”.
• BO SATSU: Bodhisattva en sánscrito. BO: Buda, aquel que se ha despertado. SATSU o SATTVA, en sánscrito: Vivo, viviente.
• GO ON. Los cinco agregados, Go: cinco, On: agregados. Skandhas: Los cinco agregados en sánscrito: Cuerpo-materia-forma, percepción-sensación, pensamiento, actividad y conciencia. GO ON KAI KU: Los cinco agregados son Vacío. Kai:son, Ku: Vacío.
• SHARISHI en japonés, Sariputra en sánscrito: Nombre propio de un discípulo de Buda Shakyamuni.
• MUSHOTOKU: Nada qué obtener.
• HANNYA HARAMITA: La Gran Sabiduría, la Sabiduría Perfecta.
• GYATE: Id, ir, vamos, vayamos.
• HARA: Juntos.
• SO: Más allá del más allá.
• BOJI: Bodhi en sánscrito. Realización Última de la Vida, Consumación Definitiva, Gran Despertar, el estado de Buda.
• WAKA: Que así sea, así será.
Nota: Un maestro Shingon, el Mestro Kobo, decía que un kanji incluye mil sentidos. Al traducirlos pierden su veracidad.

LA GRANJA

 

Bien dicen que la violencia en la calle es un reflejo de la violencia que se vive en casa.

Y todo vino a colación por que ese hombre en el jadín comezó contarme la historia de lo que le paso a su compadre.
La banca de metal aún lucía las manchas del flamazo de hace más de un año del petardo que los niños del lugar le habían puesto, y ambos mirábamos para alla cuando el comenzó a contarme una historia que esa imagen le había recordado.
Había una familia que siempre peleaba -solo que cuando estaba el padre actuaba, jugaba a la familia perfecta, él los premiaba con dinero. El compadre le daba consejo
-No compadre no haga eso -el dinero no educa
-No se preocupe compadre yo lo tengo todo controlado
Y la mujer
-decia él
– le gustaba arreglarse el cabello, le gustaba arreglarse la cara, toda bella
En el barrio amanecía la gente pasaba de prisa los ayudantes del taller donde se hacían cosas de herrería fina para la navidad, como coronas de adviento, pasaban corriendo, entraban a las ocho. Sonaban las tres campanadas de la iglesia avisando la hora de inicio de misa.
Al fondo del jardín una mujer de ochenta años barría su entrada, junto dos perros y dos gatos parados a su lado uno flaco y otro muy, muy gordo, blancos; los gatos deambulando.
Al compadre de la familia violenta se le ocurrió un negocio de una granja en un rancho en una ciudad no muy lejana e invitó al compadre que estaba contando la historia. Y bien que les fue. Tenían gallinas y cochinitos. Había una encargada de una tienda que era buena para las ventas y daba bien la cuenta.
Los hijos crecieron y el dinero corría; y en las escuelas aprendieron vicios -tal como le dijera un compadre al otro.
«Dicho y hecho» dijo mi compañero de ejercicio en ese gimnasio al aire libre -en ese momento llego la empleada del gobierno a abrir unas oficinas que estaban frente a nosotros y por el espejo de la puerta pude ver que la tienda de atras ya la estaban abriendo.
Los hijos del compadre se educaron entre el dinero los vicios, la mentira y la violencia. -Concluyó
El hombre que platicaba la historia dijo:
«Me alejé de la familia ya que me dijeron que hablaba mal de ellos y preferí marcar tierra de por medio. Y así lejos, fue como se enteré de la muerte de mi compadre
-Ahí comenzó la bronca -dije en voz baja-
Un perro pastor  paso entre nosotros , siguió su camino. En ese momento llego otros vecino saludó.
-Buenos días
El hombre siguió contando la historia
Comenzaron a pelear entre hermanos -uno mató al otro
-dijo moviendo la cabeza de un lado al otro
Solo quedo una hermana y  a la mamá la dejaron morir, se enfermó y la dejaron sola. El dinero se fue en abogados. Me dieron mi parte -que ya era muy poco y no quedo nada.
Por tanto cuando hay violencia en la casa y mentiras la cosa no termina bien, y los dos volteamos a ver la banca aún manchada negro del último petardo de los niños del lugar.
Pero aún hay esperanza, hay un grupo de jóvenes haciendo dinámicas por la paz un día a la semana.
Y este septiembre y diciembre pasado no quemaron nada los condenados chamacos.

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Mariana Rita

 

MAZUNTE / Autor: Jocke (Joaquín Pérez Sánchez)

Las seis en punto de la mañana, el móvil baila sobre el pequeño buró al lado de la cama y su ruido sordo se mete por las orejas de Sergio, que apenas atina a abrir los ojos. Mira el pequeño aparato y alarga un brazo hasta alcanzarlo. El ruido cesa. Sergio mira a su lado y percibe la cama vacía, al mismo tiempo que siente unas ganas enormes de orinar.

Coge el móvil se endereza y avanza como autómata hasta el baño. Abre la llave del agua caliente de la ducha y la deja correr. El ruido le aumenta las ganas de mear. Se para frente al wáter y está a punto de comenzar cuando el aparato vibra en su otra mano. Se detiene y se sienta en la taza del baño. La orina sale y le alivia, mientras sus ojos se comen la pantalla del móvil. Una alerta le recuerda que hoy empiezan sus vacaciones.

Piensa un instante volver a la cama, pero ya es tarde para cambiar la rutina de los últimos años. Sigue en cuclillas un buen rato, perdido en el mar de noticias y mensajes que el aparato le arroja. Ahí está otra alerta. Esta es para recordarle que a él le toca la segunda semana de paleo de nieve en la entrada del condominio. El aviso hace que su voz retumbe en su mente: Maldita asamblea de vecinos, que manía de recortar gastos. Ahora no sólo seguimos pagando impuestos al municipio, también nos aumentan la cuota del mantenimiento del condominio y encima, tenemos que quitar la nieve de los alrededores. Valiente junta directiva que no tiene los güevos para mandarlos a todos a la chingada.

Sergio deja sobre el lavabo el aparato y se desnuda. El vapor de la ducha le aguarda. El agua caliente lo activa y le hace pensar en Lotta. Esta es la segunda noche que pasa sin ella. Termina de ducharse y coge una bata blanca mullida que lo acompaña a la cocina al igual que el móvil en su mano.

Manipula con habilidad una moderna máquina cafetera, que silenciosa procesa en sus entrañas granos frescos del café que compró ayer. Un aroma intenso se esparce por la casa y lo envuelve hasta el filo de la ventana en el salón. Afuera sigue nevando. Los copos caen profusos y la luz de la luna llena los hace brillar como si fueran pequeños diamantes que se acumulan uno tras otro, formando un inmenso tesoro blanco.

Sergio sonríe y piensa en voz alta: Es hermosa la nieve, y me encanta cuando cae así tan tupida, tan mona, tan ligera que ni se siente, hasta que se junta tanta, que se convierte en una pesadilla la hija de puta.

Sergio sorbe de la taza el aromático y disfruta su sabor amargo. Es intenso, siente el gusto de la bebida que se le revela como un capricho paradisíaco en aquel confín escandinavo. Saborea y piensa: No cabe duda de que estos noruegos sí saben vivir, les gusta lo bueno y se lo traen de allí de donde haga falta. Mírate tu Sergio, un espécimen autóctono de las Américas viviendo aquí, cerca del culo del mundo.

El móvil vuelve a vibrar y esta vez el mensaje lo pone pensativo. Es corto, es de Lotta y sólo dice: tenemos que hablar.

El mensaje se interrumpe por la entrada de una propaganda luminosa que llama su atención. Una oferta vacacional de último minuto a México a la playa de Mazunte.

Sergio se aparta un momento del aparato y sorbe un trago de café. La imagen de Mazunte le llega nítida. Se mira diez años más joven caminando por la arena dorada de Mazunte. Está de vacaciones con unos amigos celebrando el fin de la carrera de ingeniería. Entonces su sueño era una beca a alguna universidad gringa.

Pero apareció Lotta en esa alfombra de sueños. Lotta Ljumberg, la mujer que llegó del frío, la mujer por la que dejó todo. Hasta acá, hasta Oslo. Ella hizo todo por quererlo.

Sergio vuelve a sonreír. Se han dado varios respiros. Ahora son amigos, con derechos, pero amigos. Sin duda se siguen queriendo, aunque a veces… tan necios que no pueden estar juntos, ¿o sí?

Sergio se acaba el café que ya está frío, mira otra vez la nieve y luego le marca a Lotta. Deja sonar cinco veces el timbre, luego cuelga y sus dedos teclean con rapidez un mensaje en el que anexa la oferta vacacional. “Mira, me voy a Mazunte, ¿te atreves?”

Guarda el móvil en el bolso de la bata del baño, y enseguida se sienta frente al portátil que descansa sobre la mesa del comedor.

Escribe rápidamente: Estimados vecinos, tengo que viajar fuera del país de forma urgente, por lo que la administración tendrá que decidir quién tomará mi lugar para cumplir el acuerdo de la asamblea. Lamento el inconveniente, pero espero resarcirlo cuando regrese.

Pone su nombre bajo el texto y da el click de enviar.

Se levanta rápidamente y se dirige por el pasillo a la recámara. Busca unos jeans, una camisa y un suéter. El móvil vuelve a vibrar. Es Lotta.

─Hola Sergio.

─Hola Lotta.

─Vi tu llamada, pero estaba ocupada y no pude contestarte.

─Me imaginé. Sólo quería saludarte, saber cómo estabas.

─Estoy bien Sergio, con mucho trabajo, pero bien. La verdad es que necesito hablar contigo.

─Y qué estamos haciendo Lotta. Yo creí que ya no era santo de tu devoción.

─Sergio, en serio. Sé que la hemos jodido estas últimas semanas.

─¿Hemos kimosabi?

─Tenemos que hablar. Antes de que te vayas.

─Lo siento Lotta, pero ya viste que la oferta es de último minuto y estaré en Mazunte casi tres semanas. Así que si tienes algo que decirme, dímelo ahora o si no, hasta mi regreso.

─¿Por qué vas a Mazunte Sergio?

─Nada más, porque salió la oportunidad.

─¿Te regresas a México?, ¿piensas dejar Oslo?

─Tranquila corazón, sólo voy de vacaciones, pero eso de si me voy o me quedo, a ti ya no te importa, ¿no?

─No sigas por ahí Sergio. Sabes que no es así.

─Entonces vente conmigo.

─No puedo, tengo que ir al médico.

─¿Estás enferma?

─No, estoy embarazada.

─¿En serio?

─Sí Sergio, es muy en serio.

─¿Y qué piensas hacer?

─No digas pendejadas Sergio.

─Está bien, perdóname, pero es que estas últimas semanas has estado…

─Hemos, querrás decir.

─Tienes razón Lotta, pero, en serio, ¿estás embarazada?

─Hace un mes que lo sé, pero ya ves, cada vez que nos vemos peleamos.

─Lotta, te propongo una cosa.

─¿Qué?

─Ve al doctor. Yo voy a comprar tu boleto a Mazunte y te lo mando. Si vamos a hablar, hablemos allá.

─Pero, tendría que pedir permiso para faltar en el trabajo.

─Y qué pasa. Si vamos a tomar una decisión tan importante da lo mismo.

Sergio se sienta frente al ordenador y pone el speaker en el aparato. Sube el volumen y deja que Cat Stevens inunde el ambiente:

How can I tell you

That I love you

I love you

But I can’t think of right words to say

I long to tell you

That I’m always thinking of you

I’m always thinking of you

But my words just blow away

Just blow away

It always ends up to one thing, honey

And I can’t think of right words to say…

El móvil arroja la risa suave de Lotta que dice: “eres el maldito manipulador más hermoso que existe”

Sergio sonríe y vuelve a pararse frente a la ventana, luego se vuelve y alza la voz hacia el aparato: te lo dije ya una vez, te seguiría allá donde fueras y aquí estoy. Mira la nieve Lotta, brilla igual que la arena de Mazunte.

Jocke, Madrid, diciembre de 2017.

TOÑO NOS DEJASTE HUÉRFANOS

 

Mariana Rita Ramírez Flores

Fuiste cronista de Acapotzalco por 30 años, justo este año los cumpliste, tres décadas en donde viste pasar a varios partidos políticos, líderes y personalidades por esta delegación de la que tu  dijiste que había cambiado de manera rápida.

Tu muerte nos ha dejado huérfanos, se te veía caminar por todos los barrios de esta delegación, en donde tenías algunas calles preferidas. Pero siempre regresabas a San Juan Tlihuaca , tu adorada Santa María Malinalco o a la Casa de la Cultura o a tus reuniones en el café Aura Mazda.

Tenias lazos con mucha gente y a todos respondías con atenciones desmedidas. Nos dejaste huérfanos porque eras el mediador. Siempre te preocupabas para que los conflictos se resolvieran en los términos más humanos posibles.

¿Recuerdas cuando citaste a la gente de esa agrupación? – hasta el último esfuerzo-

Te dejaron plantado, tronaron contigo

¿Y tu video minuto?

Parecias el cumpleañero, pero todo ese esfuerzo para: preservar, pronunciar, recordar, leer, investigar, escribir, y todas esas grandes cosas que necesitan los investigadores e historiadores y cronistas que tu les  exigias -eran necesarias-.

Apenas ese video fue un pequeño tributo a tu trabajo.

Nos has dejaste huérfanos porque ese trabajo de 30 años pesan en tus botas, que están dificil de llenar, tu llorona esta inconsolable. Ahora sí, llora por todos nosotros tus hijos. Extrañamos tu voz pausada, tus opinones llenas de sabiduría y con un llamado a la cordura. Y a veces con un toque de burla.

Sin embargo dejaste ideas claras y metas definidas, sabemos qué hacer y cómo lograrlo.  La primera noche no logramos conciliar el sueño, no pudimos dormir, no creimos que que se podia vivir sin la guía del cronista. Pero lo estamos intentando.

Las “chicas Urdapilleta” no podrán etiquetarte en tu muro, ya no podremos ver los poemas visuales que le mandabas a tus amores en espera de las respuestas que no llegaron.

Pero hay otras respuestas, abrazos muestras de respeto y amor que si recibiste. Tuvimos el gusto de convivir contigo de escuchar tus palabras de aprovechar esa sabiduria de gran maestro, de ver esa sonrisa que alegraba el corazón de los demás. Y más allá de aprender de esa alegría de vivir, del gusto por la comida, el festejo, la pachanga popular, el canto y la palabra; el encuentro con tu gente chintolola; la belleza femenina, la lucha por la dignidad y la identidad de los pueblos. Como buen cronista fue un testigo de su época, en todos lados se le veia con su sombrero elegante, tenías uno para cada día de la semana, podías representar a una región del país con un traje típico. Un día eras chamula, otro charro, otro con indumentaria michoacana, otro más indio ladino, te alcanzaba el mes para adornarte con una guayabera y hauraches, causando sensación y extrañeza lo mismo en las calles que en metro.

Eras un hombre de modales elegantes: te levantabas de la mesa cuando una mujer se acercaba, respondías a cada pregunta que se te hacia de manera cortés. Sin embargo no permitías majadería alguna. Eras un buen líder.

Querido amigo, acompañante de varias generaciones: nos dejaste huérfanos. Extrañaremos tus platicas, no tendremos quien haga esas tertulias llenas de sabiduría en donde nos platicabas del camino al Mictlan, de las antiguas tradiciones de Azcapotzalco, ya no nos regañarás cuando alguien diga “centro de Azcapotzalco” diciendo que “se dice Villa Azcapotzalco”. Tenemos una silla junto a nuestas reuniones, para sentir tu presencia y cantar junto a ti.

 

A ti José Antonio Urdapilleta Pérez

13 de octubre 2016

14563327_10211213824246626_6611367165252944421_nfoto: Marbeth Rodriguez

DERECHOS RESERVADOS

La violencia llegó a la poesía

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Cascos protectores para asistente a talleres literarios. Tenemos de varios colores

Ramón Meza R.

Como integrante del taller literario de Dolores Castro, me tocó hablar sobre mi participación en el libro Voces de Agua, que publica este grupo, auspiciado por la Escuela de Periodismo Carlos Septién, donde se reune los sábados para presentar trabajos de narrativa, poesía y a veces ensayo.

Después de agradecer a nuestra querida maestra, preferí omitir cualquier referencia a mis cuentos, y enfocarme en mi trabajo como editor de dicho libro. Fue un proceso difícil, ya que hubo desaveniencias en torno a varios aspectos. Así que, manera de fábula, conté como un grupo de los talleristas cuestionó y ostaculizó mi labor, y “grilló” a los demás para convencerlos de que yo hacía las cosas de mala manera. Todo ello sin señalar a nadie por su nombre aludir a sus características.

Sabía que la fábula no sería recibida con agrado por algunos, pero nada me preparó para el desenlace. De la mesa del presidium los gritos iban in crescendo, exigiéndome callar. Yo les dije que ya estaba próximo a terminar, pero alguien me arrebató el micrófono, así que opté por llegar al final de mi alocución, y hablando en voz alta ante los presentes, que eran unas cincuenta personas, dije que el asunto del libro había terminado bien, y exhortaba a los talleristas -yo incluido- que dejáramos espacio para las nuevas generaciones con una honrosa retirada, y siguiéramos nuestros propios caminos.

Bajé del estrado y me encaminé a la salida mientras uno de los muchachos nuevos del taller me felicitaba por mi alocución. Yo todavía estaba dudando si irme o quedarme al brindis cuando Fernando Edmundo Espino Montiel, uno de los participantes, se me acercó de tres zancadas y, sin mediar palabra, me tiró al suelo de un empellón y me pateó la cara y el hombro.

De una persona como él, con un par de buenos trabajos incluidos en Voces de agua, yo esperaba una reclamación airada, quizá insultos y hasta mentadas de madre, pero nunca una agresión física. Veo que me equivoqué de persona. Afortunadamente hubo muchos testigos de este suceso, ocurrido en el vestíbulo de la escuela.

Joel Ortega, un amigo a quien yo había invitado, exigió en alta voz al agresor que se detuviera. En el alboroto que siguió, otra compañera del taller me ayudó a ponerme de pie y me llevó a la cafetería, para aplicarme un hielo sobre la mejilla adolorida que comenzaba a hincharse.

Podríamos hablar de un aprendizaje de la violencia, de una pedagogía del “cállese o le rompo el hocico”, que Fernando Edmundo aprendió muy bien, porque en la casa y en la familia lo “correcto” es obedecer a los mayores sin chistar. Por eso no me sorprendió que sus tíos me invitaran a irme de la escuela, porque yo los había “ofendido” con mi intervención. Como si no se tratara de una escuela de periodismo, donde el fundamento de toda la enseñanza es, indudablemente, la libertad de decir lo que uno piensa sin ser violentado por ello.

A pesar de que yo quería quedarme y preguntarle a Fernando Espino Lora (padre del agresor y también tallerista) y a los otros lo que opinaban de este acto propio de las mulas y otros animales que cocean, unos amigos insistieron en que me fuera con ellos, así que los acompañé.

Ya más tranquilos y fuera de la zona de peligro, reflexionamos sobre la violencia que nos invade por todas partes, desde las esferas del poder y hasta los resquicios sociales más íntimos. Al parecer ya no es tolerable disentir, expresarse y menos hacerlo con buen humor. Los violentos sexenios que vivimos pasado han terminado por podrir las relaciones sociales, a grado tal que no se puede hablar de poesía, hacer una crítica literaria o un comentario jocoso sin arriesgarse a unos madrazos o quizá algo más grave.

Queridos lectores, ¿creen que será bueno que, en mi próxima visita al taller asista con el casco de futbol americano, las hombreras y el demás equipo protector?

Las cosas que importan (cuento)

Cuento Senderismo 2

Uno se fija en estas cosas. La forma de caminar, por ejemplo. Eloísa tenía un paso seguro, asentando bien los pies, ya fuera que calzase tenis, ya sus botas de caminata. Igual a un joven elefante, tranquilo y orgulloso. Pero las cosas que importan también están en otro lado. En la sonrisa, por ejemplo. Una sonrisa ausente, casi autista. De muñeca de plástico. De haber estudiado esa sonrisa con más cuidado, no estaría ahora muriéndome, entre blancos cerros de piedra caliza, blancura que se amontona hasta el infinito, como hechos a la medida para enloquecer de sed y de cansancio.

Por aquellos días practicábamos el senderismo y a veces hacíamos excursiones a la montaña, durante los fines de semana. Éramos aficionados con poco sentido del peligro, que tomaban un autobús hasta los pueblos al pie de la serranía y se estaban un par de días tratando de “convivir con la naturaleza”. Usualmente pasábamos frío y a veces hambre, pero fuera de unas cuantas caídas, raspones leves, quemaduras en los dedos por la fogata y piquetes de insecto, nunca nos ocurrió nada grave. Montar mal una tienda de campaña y amanecer empapados y temblando era motivo de risa; algunos del grupo ni siquiera estaban en buena condición física y la mitad del camino había que cuidar que no se rezagaran o se perdieran.
Fue durante la asención a La Malinche cuando conocimos a la Eloísa. Y fue providencial, porque nos había sorprendido un aguacero helado, mientras echábamos la siesta, mojando la provisión de leña y toda nuestra ropa. Nos estábamos resignando a pasar una noche acurrucados juntos, Silvia, Gardenia, Mauro y yo, tal como oseznos en su cueva, cubiertos apenas por nuestra mala tienda, pesada, decrépita y casi inútil. Mauro era el único sonriente, pues le emocionaba la idea de pasarla abrazando a Gardenia, a quien le echaba los perros ―sin resultados― desde hacía meses; era el único que no estaba a disgusto con la situación.
Mientras contemplaba las gotas de lluvia que se filtraban por la lona del techo, oí cantos y música no muy lejos, montaña abajo. Nos encontrábamos en pleno bosque y no habíamos visto sino a unos cuantos campesinos con sus burros y perros flacos y agrestes, que nos maldecían entre murmuraciones. Silvia y yo decidimos bajar una cuesta no muy empinada, y a medio kilómetro nos encontramos un enorme campamento. La gente parecía estar en una fiesta: había sones de guitarras y melodías mexicanas, varias hermosas fogatas con viandas asándose al calor de las brasas. Regresamos por nuestros compañeros; a la vuelta, un señor chaparrito nos dio la bienvenida y varios montañistas nos indicaron un lugar donde podríamos levantar la tienda. Secamos nuestra ropa e ingerimos comida caliente por primera vez desde la mañana; cantando, riendo y bailando nos divertimos con el resto del grupo hasta la madrugada, aunque no recuerdo haber visto a Eloísa sino hasta el siguiente día.
Desvelados y todo, comenzamos a ascender apenas despuntando el sol, con un poco de café y un bocado de las raciones que nos quedaban como único alivio para la panza. Muy pronto, Silvia se quejó de dolor de cabeza ―síntoma frecuente del mal de montaña― y Gardenia comenzó a rezagarse cuando atravesábamos el paraje donde termina la vegetación boscosa y comienza una cuesta de lava negra. Mauro se pegó a una desconocida ―luego supe de quién se trataba― y se despreocupó de lo que le ocurriera a su pretendida. Intenté alcanzar al grupo principal, pero me inquietaba el estado de mis dos compañeras, así que les mantuve el paso, lo que me dejó agotadísimo al final del día. Alcanzaba a ver a los montañistas de lejos, como unas pulgas subiendo por esa pendiente de lava, convertida en arena densa y oscura, donde en ciertos trechos las botas se hundían hasta el tobillo. Roca pulverizada por miles de pies a lo largo de los años. El acre polvillo que se levantaba al caminar se metía por la nariz y por los ojos.
Finalmente, poco después de mediodía alcanzamos la cumbre. No se puede reducir a papel y tinta la euforia que nos causó el vernos en la cima, dominando el mar de nubes. En un extremo, contemplé las nieves aceradas, solemnes, del Pico de Orizaba, irguiéndose solitario. Por el otro lado, las moles majestuosas y casi risueñas del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, aquél con su pequeña bocanada de fumador; y mucho más lejos se recortaba claramente la cima del Xinantécatl, o Nevado de Toluca.
En aquel momento me percaté de la presencia de Eloísa, con quien Mauro había hecho la cumbre. Mostraba sus blancos dientes en una sonrisa perfecta de triunfo. Usaba una gruesa banda para sujetar su cabello rizado y corto, y platicaba animadamente con todos, como si los conociera de años o como si estuviera en una fiesta con un vaso en la mano, y no a cuatro mil cuatrocientos sesenta metros sobre el nivel del mar. Después me enteré que aquel había sido su primer ―y último― viaje con ese grupo.
Fuimos festejados con un brindis, por ser nuestra primera vez en la cima. La bebida de la anforita con que nos obsequiaron resultó ser alcohol casi puro, que nos quemó la garganta y nos hizo toser por un rato. A Silvia le empeoró sus malestares. El descenso tuvo que apresurarse, pues como ocurre con frecuencia en esas alturas, el clima se descompuso con impresionante rapidez. Una tormenta de nieve se nos venía encima y nos obligó a desalojar la rocosa cúspide, casi corriendo cuesta abajo. Hubo muchas caídas cómicas pero nadie se lesionó.
Ya en el autobús de regreso a casa hubo tiempo para intercambiar teléfonos y direcciones. Nos despedimos de los montañistas con abrazos fraternos en la terminal y nos deseamos suerte, prometiendo que nos reuniríamos muy pronto.

Caminando se conocen países; caminando se gestan teorías; caminando se conquistan imperios. Pero también se puede morir caminando: por sed, por fatiga, por hambre, por picadura de animal venenoso o ataque de salteadores.
Silvia me repite que hace rato se nos acabó el agua. Como si me hiciera falta recordarlo: el paladar y la lengua se me pegan, en lugar de saliva parece que tuviera una especie de plasta. Las piernas pesan; cada paso es un logro, con todo el equipo que cargamos encima. A pesar del calor traigo puesta la camisas de franela, el pantalón de mezclilla y el sombrero (mi sombrero de la suerte, que estreno en esta excursión) para evitar las quemaduras de sol.
Seguimos viendo blanco, piedras blancas en blanquísimos cerros, moteados por vegetación chaparra y espinosa, como puesta a propósito para lacerar las carnes del viajero incauto. El aire reverbera y el paisaje desolado se percibe igual que en un mal sueño, como en una película trabada segundos antes de explotar en llamas.

Los cuatro nos habíamos citado con Eloísa en un café de chinos, cerca del metro, para que nos explicara su proyecto. Se trataba de cruzar el Desierto de Altar en Sonora. Una travesía solitaria y muy peligrosa. Partiríamos de Puerto Peñasco para llegar a un ranchito en el lado estadunidense; mas de ciento veinte kilómetros en total. Ella esperaba que la apoyásemos, que buscáramos patrocinadores; pero eso nos lo dijo después. Nos mostró algunas fotos: parecía un paisaje del Sahara o de los yermos de Arabia, con sus dunas y todo.
―Necesitamos trabajar mucho, físicamente ―remató, cerrando el álbum de golpe, y de inmediato se puso a elaborar un plan de entrenamiento que incluía caminatas por montañas, cerros y lugares llanos. Nunca preguntó si tendríamos el tiempo.
―El tiempo se lo hace uno, cuando quiere ―repitió varias veces. Miraba sin fijar la vista en ninguno de sus interlocutores, pero parecía barruntar una especie de futuro que ya estaba totalmente edificado a partir de sus planes.

Cerro del Molcajete, al oriente del DF: otra formación de tezontle, asediada por casas de tabique gris, que poco a poco se disuelve en arenas. Subimos la cuesta cuatro o cinco veces. Nos escurría el sudor por la frente, la espalda, el cuello. Llevaba mis viejas botas tipo militar, por eso admiré cómo Silvia resbalaba de bajada con sólo sus tenis sin romperse un tobillo. Gardenia tuvo suerte de no rodar hasta abajo; con mucho era la menos hábil del equipo.
El último descenso fue festivo. Lo celebramos como si fuera el buen resultado en un examen, mientras Eloísa nos miraba.
―Me da gusto que estén contentos. Espero que se sientan preparados para la asención al Iztaccíhuatl. Nos vemos en ocho días.
De regreso en el micro no dijo una sola palabra sobre el tema, y contestó con monosílabos y sonrisas indescifrables a todo lo que le preguntamos.
Una fiebre intempestiva me dejó tirado en cama el día anterior a la subida de La volcana, como algunos le dicen al Izta. Al volver, mis amigos me cuentan como les fue en esta aventura.
―Fue durísimo ―me informa Silvia―. Tuvimos que acampar junto a una pared de hielo. Estábamos como a cinco mil metros.
―Casi nos volvimos locos: no podíamos dormir del frío, del miedo que nos daba la altura, del mal de montaña, pensando que nos podíamos quedar allá arriba ―completa Gardenia―. Hubieras visto a Eloísa, ¡qué mujer! En la mañana, fresca como capullo de rosa. Nada más la vi adelantarse, así, hasta la cumbre ―acompaña sus palabras con un gesto ascendente de la mano; y remata:― ¡Que vieja tan chingona!
Mauro no habló. Fue el que más padeció esta escalada: mal de montaña, vómitos, crisis nerviosa. A los pocios días decidió que el viaje al desierto no era para él y sin decirnos nada dejó de frecuentarnos y de llamar por teléfono. Parecía haber un tácito acuerdo de retirada.

El siguiente mes hubo poco entrenamiento, pero muy agitado: una caminata desastrosa por el Desierto de los Leones, en la cual nos llovió como si el cielo se vengara por algún agravio hecho por los excursionistas en su contra. Nos perdimos y, para colmo, olvidamos los víveres en el bosque, así que regresamos ensopados, fatigadísimos, hambrientos y de muy mal humor.
A instancias de Eloísa, quien pensaba que por ser estudiantes de periodismo conocíamos a todos los de ese ambiente, organizamos una conferencia de prensa para dar a conocer nuestros planes de atravesar el desierto de Altar. Llegaron siete reporteros y nos hicieron preguntas absurdas. No supimos ponderar si aquello fue un éxito o un fracaso. Lo cierto es que el ánimo de nuestra guía se tornó gélido: al preguntarle su opinión sobre la conferencia sólo dijo que había que entrenar mucho más duro. “Iremos a una excursión por el desierto, aquí cerca, en el estado de Hidalgo. Preparen todo para el fin de semana”. Lo dijo el jueves.
La única que pareció optimista con estas palabras fue Gardenia, responsable de conseguir los patrocinios para el viaje. Confiaba en su inegable talento para hacer negocios, aunque hasta el momento no tenía siquiera la promesa de que nos dispararan el boleto de autobús.

cuento senderismo 1

Era viernes por la noche, a las puertas de la escuela. Silvia, Gardenia y yo parecíamos una pandilla de vagos trotamundos. Traíamos el equipo completo: tienda, mochilas, linternas, cacerolas y demás. Atuendo rudo, como debe ser: botas camineras, pantalones de mezclilla, camisas de cuadros, chamarras, paliacates, pañoletas, bufandas. Maestros y compañeros de clase que iban de salida se detenían a preguntar a dónde íbamos y a desearnos buen viaje.
Habíamos quedado de vernos en el metro con Eloísa. Ésta llegó puntual y nos explicó que viajaríamos con otro grupo; estaba feliz, porque nos había conseguido transporte gratis; “bueno, hay que cooperarnos para la gasolina”, agregó.
Llegamos a una estación que ya no recuerdo y caminamos algunas cuadras. Era una colonia más bien jodida que se aprestaba a dormir. No había comercios abiertos, excepto un puesto de tacos miserable, que provocaba cierto horror. La montañista se paró frente a un zaguán y tocó fuerte cuatro veces. Le abrió una señora muy cordial, invitándonos a pasar. Enseguida presentó a la familia con la cual haríamos la travesía. Quedamos bajo el mando de un hombre muy alto, greñudo y de barba olímpica, quien estaba sentado junto a otros dos hermanos menores, muy parecidos a él: los tres nos miraron con una mueca desdeñosa. Pronto los apodamos Los vikingos.
Aunque era evidente que acababan de cenar, no nos convidaron ni una migajita. Nos pidieron subir a una camioneta de redilas, cuyo único lujo era un toldo de lona. Despues de algunos forcejeos, logramos acomodarnos bien apretados, sentados casi en posición fetal, sobre las tablas del vehículo. Además de los senderistas viajaban una mujer que amamantaba un bebé de pocos meses, varios adolescentes y niños que no logré contar (no había luz), y una señora que podría ser la abuelita de la familia. Las mochilas fueron un problema: algunos se sentaron sobre ellas o las pusieron sobre las rodillas, para perjuicio de su sistema circulatorio.
No trataré de describir el trayecto: digamos que fue una especie de remembranza de las deportaciones en las que, en trenes para reses, los prisioneros fueron trasladados hacia los campos de concentración. Hicimos varias paradas en el camino, seguidas de vueltas en U, como si el conductor se perdiera continuamente o no hallara la ruta para el lugar de destino: Los Quelites, un poblacho distante y poco visitado, situado en medio del semidesierto hidalguense. La intención era caminar desde allí hasta un lugar de descanso llamado El Tulecito. De paso diré que con lo que pagamos de “cooperacha” pudimos haber abordado un autobus de primera clase, llegando en tres horas a nuestro destino, en lugar de las seis que hizo la camioneta.
Mortificados por el viaje, bajamos dispuestos a descansar un rato para emprender la marcha por la mañana. Habíamos descendido en un sitio muy oscuro, así que alumbramos el suelo con las lámparas para extender nuestras bolsas de dormir. Hacía bastante frío. Un par de horas después salió el sol, intempestivo como ocurre en los desiertos. Nos dimos cuenta que estábamos en el atrio de una iglesia. Los vikingos se despertaron estirando los brazos y dando bostezos de lobo. Eloísa ya estaba de pie y nos apuraba: “levántense, ya es hora”. Le preguntamos cuántos kilómetros haríamos en esa jornada. Nos dijo que tendríamos que recorrer el trayecto completo. ¿Y si no lo lográbamos? Yo sé que ustedes pueden, respondió, con un gesto que quería despejar cualquier duda. Son cuarenta kilómetros, Elo, tal vez sea demasiado, cuestionó Silvia, a quien le gustaba estudiar los mapas. Ya entrenaron, ¿o no? Seguro que pueden, ya lo verán. Y reapareció aquella famosa sonrisa.
Sin desayunar, porque no había tiempo ―según los vikingos―, nos pusimos en el camino. Los más pequeños y la anciana de la familia se quedaron junto a la camioneta. Vimos que encendían un fuego y arrimaban el comal.
Los primeros cinco kilómetros resultaron fatales. Nuestro calzado para monte rebotaba en el asfalto, recibiendo las piernas todo el peso del equipo que cargábamos. Esta vez también nos acompañaba nuestra vieja tienda de campaña, que junto a lo demás me venía lastrando cual si llevara sobre la espalda todos los pecados de mi vida, juntos y bien envueltos. Ni siquiera es necesario mencionar el golpe del reflejo solar sobre la cara (íbamos en dirección al oriente) ni el calorón que comenzó luego del amanecer.
Poco antes del punto en que dejaban de verse las últimas casas de Los Quelites, la camioneta de redilas nos alcanzó. Gardenia le hizo señas para que se detuviera y, sin voltear a mirarnos siquiera, se trepó en la parte de atrás. La vimos desaparecer entre una nube de humo amarillento del escape; los niños de a bordo sí nos dijeron adiós con sus manitas.
Si bien al principio íbamos en masa compacta, a los tres o cuatro kilómetros de haber entrado en la brecha de terracería nos fuimos acomodando en fila india: el vikingo mayor y sus hermanos la encabezaban, luego otros tres excursionistas, después seguía Eloísa y por último Silvia y yo. De manera gradual, pero muy notoria, nos fuimos quedando atrás mientras que nuestra guía y los demás se despegaban alegremente. Por más que gritamos e hicimos señas, no detuvo ni aminoró su marcha; nuestra entrenadora y guía se limitaba a sacudir la mano apurándonos a alcanzarlos. Al poco rato sus figuras se fueron empequeñeciendo y en una curva del camino desaparecieron. Era el sitio justo donde acababa la vegetación de mezquites y milpas desnutridas, y empezaba el lomerío pedregoso.
Todavía avanzamos cerca de dos horas, sofocados por el calor y la sed, hasta que divisamos una cabaña. Era de fabricación rústica, hecha de varas de carrizo y techada con palmilla; alrededor se veían unos descomunales magueyes. Al acercarnos nos dimos cuenta de que era un expendio de pulque para los escasos viajeros que por allí atravesaban. La señora que nos atendió no hablaba español, lo cual no fue obstáculo para que nos despechara dos jícaras de la bebida, tan grandes que solo podían tomarse con ambas manos. Le preguntamos por señas si tendría algo de comer, y por respuesta nos dio unas cuantas tortillas del día anterior. No contaba con comal, o ese día no pensaba encenderlo, así que tuvimos que entrarle en frío a este magro banquete.
Nos sentimos cada vez mejor y pedimos otra ronda de pulque y luego otra, confiados en el dicho popular que asegura es tan nutritivo como un bistec. Al caer en el estómago en ayunas nos provocó una embriaguez ascendente: fresco y en estado puro el neutle tiene propiedades casi narcóticas, lo que nos permitió andar dos horas en el camino, casi en trance. No recuerdo cómo salimos de la cabaña; la siguiente imagen fue de Silvia y yo atravesando un secarral que hasta se veía alegre.
El sudor nos escurría sin que lo notáramos y de haber tropezado quizá nos habríamos quedado dormidos allí mismo. El silencio llegó a ser tan agudo que me empezaron a zumbar los oídos. No habíamos hablado por largo rato y vi que Silvia trastabillaba. El camino parecía no tener fin, así que se detuvo y sacó su mapa. Estaba absolutamente segura de que se podría cortar camino si tomábamos por entre los cerros calcinados por el sol. Los cuarenta kilómetros se reducirían a veintisiete y estaríamos llegando al Tulecito poco después del atardecer. Ya no faltaba mucho, me aseguró sonriendo.
Empezamos a caminar cuesta arriba por entre las piedras, cuidando de no resbalar o encontrar una víbora. El esfuerzo resultaba ingrato, y lo fue más cuando al coronar una loma veíamos otra igual, y tras esta, otra exactamente lo mismo, y así hasta el horizonte. Fue cuando quisimos echarnos para atras y no pudimos: habíamos perdido la senda.

Así es que aquí estamos: bajando por una quebrada por la cual alguna vez corrió el agua, para localizar un camino de cabras que nos lleve a algún lado, donde encontrar a alguien que nos ayude. Con los pies hinchados, la lengua reseca, la piel ardiendo, entre cerros blancos, seguir andando. Cerros que son la multiplicación de sus piedras blancas, cáscaras de enormes huevos fracturados, hasta el infinito. Bajo un cielo tan azul que nos provoca ternura en medio de este pavoroso silencio.
Y este puede ser el final: perdidos en un paraje sin nombre dos cuerpos que se erosionan, abrazados, las venas de uno abiertas para dar de beber al otro, para con sangre aplacar la sed. Dos cadáveres deshidratándose a la intemperie, pasto de alimañas, quedando sólo piel y huesos, luego la osamenta pelada y blanca, confundiéndose con la blancura del paisaje rocoso. Sin duda un final muy romántico, pero que faltaría por un punto a la verdad.

Allá, a lo lejos, a la derecha del huizache, ¿qué es eso que se mueve? Las piernas se reaniman y bajamos y subimos y bajamos la cuesta, corriendo con todo el equipo que brinca sobre las espaldas; agitando los brazos locamente y vociferando a todo lo que dan las gargantas resecas. Se acerca un camión reumático, que se detiene junto a nosotros. Parece un animal antediluviano, con el cofre oxidado y las llantas torcidas. El conductor es un hombre a quien le faltan varios dientes de enfrente, usa un sombrero sudado y sucio. Sonriente, nos invita a subir y nos pide acomodarnos junto a él. Le explicamos nuestro extravío, “pero no debemos estar lejos del Tulecito, ¿verdad que sí?” Él sólo se ríe y niega con la cabeza. “No, muchachos, iban justo para el otro lado”. Nos explica que de ahí en adelante no hay nada mas que desierto inhóspito. Como se dirige a Los Quelites, nos dejará en el cruce donde sigue el camino hasta nuestra meta. No acepta el dinero que le ofrecemos, pero le agrada una cantimplora con funda de camuflaje que llevo en la cintura, así que se la obsequio.
Se despide con nuevas sonrisas en la intersección donde bajamos. Vayan con Jehová, nos dice. Hasta entonces caigo en la cuenta de que su carromato no mostraba ninguna imagen religiosa a las que los choferes son muy afectos.
De los dos transportes que circulan diariamente para El Tulecito, subimos al segundo: una combi que rechina de todas las junturas, pero cómoda, a pesar de todo. Silvia dormita, su cabeza recostada sobre mi hombro. “Mira”, la despierto, “mira quien va ahí”. Pasamos junto a Eloísa, con su paso firme y su mirada fija en el futuro luminoso; y esa sonrisa ausente, sin preocupaciones y se diría que sin ningún pensamiento en particular que la distraiga.
Dos kilómetros más adelante avanzan los vikingos. Sólo por joder, nos asomamos por la ventanilla y les gritamos “¡adiooos, nos vemos allá abajooo!”
La reseca naturaleza vuelve a dar señales de vida. Conforme el vehículo se adentra en una cañada, el ambiente se torna más plácido. Casi se puede oler el agua. El camino serpentea, siempre hacia abajo, y entonces vemos el milagro: de una cueva en las entrañas del desierto brota un río caudaloso. El venero sorprende por su color celeste.
Nada más llegar se tiene la sensación adentrarse en el trópico: mangos, plátanos, tamarindos y tabachines crecen en las orillas. El aire es mas respirable y el oído agradece el dulce rumor del arroyo. Más arriba de la cañada acecha el desierto agreste, ávido de ese cauce que corre hacia el lejano Golfo de México. Cruzamos un pequeño puente rústico para llegar al balneario ejidal del Tulecito. Sin más preámbulos busco una poza, me deshago de mi carga, de mis botas y del doble par de calcetines que vienen manchados de sangre. Meto los pies llagados en el río y casi puedo sentir que exhalan un chorro de vapor, como en las caricaturas de la televisión.
Después de un chapuzón, buscamos a Gardenia. Se encuentra cerca de donde cocinan los otros pasajeros de la camioneta, y oculta su turbación invitándonos a la mesa ajena, con desmedidas zalamerías y sonrisas. Tanto Silvia como yo rechazamos el ofrecimiento y nos retiramos para compartir unas latas de atún y galletas. Comienzo a encender un fuego para calentar sopa precocida. Buscamos lugar para instalar la tienda. Gardenia insiste y llega con latas de cerveza y habla y habla y todo ese palabrerío sólo sirve para ocultar su vergüenza por habernos dejado tirados en el camino.
―Mira, cada quién aguanta lo que aguanta, Gardenia, y si tú soportaste poco, pues no estabas preparada para esta marcha. Así de simple ―Silvia parece comprensiva y sus palabras distienden la situación, aunque horas antes, al salir de nuestro trance, juramos no volver a invitarla ni siquiera a un día de campo en La Marquesa.

Al día siguiente, luego de desayunar y darnos un baño en el río, emprendemos el regreso. Nos despedimos de las señoras y los niños que juguetean en el agua. De lejos vemos la tienda de Eloísa y la evitamos. Quizá duerme todavía o salió al alba a explorar los alrededores. Tomamos la combi y luego el autobús rumbo a la ciudad de México. Lo único digno de mención es que en un descuido, en la terminal de Los Quelites, se queda en una banca mi sombrero de la suerte.

Dos semanas después y una vez que superamos el trago amargo, nos reunimos con Eloísa en un restaurante vegetariano. La mayor parte de la comida iba cruda. Mientras yo pasaba al baño, Silvia aprovechó para plantearle el asunto a la guía de nuestra expedición. Cuando regresé agitando las manos porque no había toalla, me encontré con caras largas y ceños fruncidos. Eloísa me soltó:
―Dicen que ya no quieren hacer la expedición al Altar, ¿tú crees?
―Y estoy de acuerdo con ellas― respondí. El resto de la plática solo las observaba y de vez en cuanto negaba con la cabeza.
Silxia argumentó que era imperdonable lo que pasó en el trayecto de Los Quelites:
―Estuvimos a punto de morir. ¡Qué tal si esto se repite allá en Sonora! A ver, dinos: ¿por qué lo hiciste?― Noté una cólera subterránea que se empezaba a desatar.
―Yo sólo seguí a mi paso, a mi ritmo. ¡No podía atrasarme! ―del desconcierto, Eloísa pasaba a la indignación. Nos acusó de todo: de malos aprendices, de egoístas, de flojos― Piensen que es un gran proyecto y no puedo hacerlo yo sola― dijo al final, un poco a manera de disculpa.
―Pues sí, tendrás que irte tú solita, caminando “a tu paso” por el desierto ―El rostro de Silvia se iba poniendo rojo. Le acaricié suavemente el hombro, un poco para contenerla y para que no se lanzara a abofetear a la guía.
Eloísa estalló. Se levantó de la mesa y le pidió a las dos compañeras que le devolvieran el equipo de montañismo que les había prestado, lo antes posible, recalcó, ojalá mañana mismo. Los músculos de sus quijadas se contraían de rabia. Tratando de calmarse, nos echó un discurso sobre los sacrificios que debe enfrentar un senderista. Desgranó frente a nosotros una dolorosa vida de retos, muchos de ellos sin recompensa. “Ustedes no tienen, nunca van a tener lo que verdaderamente importa”, finalizó.
No se si fue un reflejo de las luces oblicuas del restaurante, pero me pareció ver una lágrima en sus ojos resistiéndose a salir. Salió pisando en forma desacostumbrada, como sin tino. Todo su cuerpo, por vez primera, traslucía los sentimientos que la desbordaban sin pausa.
Nos quedamos otro rato, pensando si todavía era oportuno pedir el café.

Ramón Meza Rosales

El sentido del arte (1)

En 1898, a sus 70 años, León Tolstoi publica un libro de teoría titulado ¿Qué es el arte? En él, el autor postula que todo el arte de su tiempo no sólo es malo y además representa un esfuerzo ingente e inútil de toda la sociedad, sino que además resulta totalmente falso. lo mismo aplica para la literatura.

Este arte se dedica a crear falsificaciones con métodos como:

  1. tomar prestados temas y rasgos de otras obras;
  2. «imitar» con detalles «realistas» y minuciosos a los personajes, sus rasgos y características;
  3. utilizar lo novedoso: actos y efectos sensacionales y tremendos, y por último
  4. interesar con tramas enredadas o detalles rebuscados al lector.

Todo ello conduce a la creación de textos entretenidos, quizá espectaculares, a lo mejor bien escritos; pero no son obras de arte realmente.

La crítica de arte, y por extensión la crítica literaria está también transtornada, ya que no es capaz de discernir con claridad entre el arte falsificado y el arte verdadero. Sólo la gente sencilla, como los campesinos y los obreros, afirma Tolstoi, son capaces de hacer este discernimiento, toda vez que el «buen gusto» y lo «bello» responde a los criterios estéticos de las clases dirigentes. 

Pero entonces, ¿Qué es lo que distingue al arte vedadero del falsificado? El autor de Guerra y paz lo dice así:

Arte es una actividad humana que, mediante ciertos signos externos, un hombre conscientemente entrega a otros ciertos sentimientos que ha exerimentado, de modo que esos otros seres quedan contagiados por tales sentimientos y a su vez los experimentan.*

Que lo emocional sea lo más importante en el arte es una afirmación discutible, pero lo que no puede negarse es que los creadores de espectáculos para las masas saben del poder de manipulación que los sentimientos tienen por encima de los argumentos lógicos. De ahí que exploten la novedad, la emotividad y el sensacionalismo vacíos y sin trascendencia, unicamente como forma de distracción y alienación..

Todo este status quo del arte actual se mantiene gracias a las obscenas cantidades de dinero mal invertido en la creación, la difusión, la interpretación (crítica de arte) y la enseñanza académica, que mantienen funcionando el ciclo del consumo, igual que cuando se venden coches, corbatas o cebollas, con la diferencia de que el bien simbólico adquirido tiene un aura que lo hace «artístico».

Volveremos más adelante sobre estos temas.

*León Tolstoi, citado por Vernon Hall. Breve historia de la crítica literaria. FCE, 1982

Ramón Meza R.

LA VEREDA DE LA DÁDIVA

 

Mariana Rita Ramírez Flores – verano 2015

Por primera vez el gobierno me daba algo. La lista era clara, ahí estaba mi nombre, pegado en la barda de la lechería Liconsa. La trabajadora social fue clara: “aprovechen estos programas sociales, mis amores”

Luego, todo fue filas: para entregar papeles, copias de todo tipo de indentificación, comprobantes de domicilio, cédula de población, hasta lo inimaginable que el gobierno es capaz de pedir. La cita para entregar la flamante televisión digital fue para dos semanas después en un auditorio de la colonia.

La expectativa que se creo en esas dos semanas fue fenomenal: se corrió la voz y los que nunca habían ido por su leche fueron y se buscaron una y otra vez en las listas, como si por obra de un mago fuera a aparecer su nombre. Todo mundo se preguntaba entre sí: ¿tú ya saliste?

Como nunca la lechería fue el centro de reunión, entre los murmullos y preguntas de beneficiarios del programa lácteo. Unos decían que el gobierno regalaría una “pantallota”, otros que era más bien pequeña. Yo recordaba una fotografía en internet que mostraba una mujer que transportaba el aparato en la silla de ruedas de su mamá; en segundo plano se veía a la abuelita que apenas si podía caminar, sosteniéndose de los barrotes de las puertas.

Para la segunda vez que fui por la leche en esa misma semana el lugar ya era una romería, la trabajadora social, sentada en medio de su oficina improvisada se perdía entre tanta gente que pedía su notificación de pantalla y otras que querían ―ahora si― tramitar su tarjerta de la leche, pues ya le veían lo bueno a esa “tarjetita”

Seis horas para la entrega

La derrama económica alrededor de la entrega fue impresionante, al igual que el depliege policiaco. Cuadras antes había gendarmes resguardando la bodega de la delegación Azcapotzalco y los trailers que traian las pantallas se movían escoltados por patrullas.

Los choferes de combís y taxis ya sabían el lugar exacto donde dejar a los pasajeros para que se formaran en la fila, misma que daba la vuelta a la cuadra. El gobierno no había discriminado y se podía ver a gente de todas las edades. Algunos niños de vacaciones acompañaba a sus familiares con las consecuencias que implica la espera fatigosa y larga. El mexicano dicharachero encontraba con quien platicar, al fin serían horas de compañía, tiempo suficiente para conocer al de junto.

No bien habíamos llegado a la fila cuando nos atacaron los primeros vendedores ambulantes, jóvenes con paquetes para desayunar por diez pesos. La señora de enfrente llebaba a un niño de cinco años, el cual fue su primer cliente. Y comenzaron las historias de la entrega de la televisión: que en esta delegación era la primera que se hacía en el DF; que en el Estado de México ya se habían entregado a los de la tecera edad; que había familias en donde les había tocado hasta de a tres teles. “No es que mi pecho sea bodega” dijo la mamá del niño pero yo iba pasando por ahí y eso escuché. Qué les habían llegado tres notificaciones por familia y que según solo sería una.

Junto a mi, una señora de un poco de más de cuarenta, de piel clara, maltratada por el sol; vestida con un traje deportivo sencillo, callada, escuchaba atenta la conversación, y solo cuando se sintió en confianza platicó un poco de ella. Dezplazada por la violencia en Michoacán, había dejado un rancho por allá, una parte de su familia en el Estado de México y otra salpicada en el DF, todos ellos beneficiados por algún programa de Sedesol. En algún momento de la plática se avergonzó de su condición de migrante y se definió a si misma como “invasora y extranjera”. Pero le dijimos que si había viajado era porque buscaba mejores condiciones de vida y que tenía derecho a las mismas oportunidades que todos. Guardo silencio un momento y terminó su platica: “El rancho ya se quedó solo, todos salimos huyendo de los narcos”.

Todo sea por el apagón analógico

La marcha era rápida: unos estábamos citados para que en dos horas entregaran la televisión que nos “llevaría a la luz” en el apagón analógico. Otros eran la segunda fila que les dijeron que regresaran al otro día hacía pues las pantallas de ayer se habían acabado. Pero todos coincidian en que el trato era bueno y el servicio rápido. Nunca en mis años de vida había escuchado buenos comentarios de las acciones del gobierno.

El camino estaba sembrado de basura: hojas de tamal, envases desechables, bolsas de plástico, restos de comida de días anteriores. Los vecinos había habilitado sus baños para uso público y algunos vendían alimento. Los policías en cada punto de la fila y agilizaban el tráfico, sin permitir desorden alguno. Por primera vez veía yo una coordinación del gobierno digna de la mejor empresa privada: es decir, si se puede.

Al llegar a la puerta principal, luego de tres horas de hacer fila al aire libre, por fin la entrada. Blindada por policías con arma larga al hombro. Pedían que mostrara la notificiación y la identificación para poder entrar.

Logística de primer mundo

35 mil personas desfilamos a lo largo de una semana en el Centro Internacional de Negocios en Azcapotzalco, todos gente sencilla, beneficiarios de programas de “apoyo social”. ¿Cómo aguantaron seis horas para que les entregaran su televisión de 24 pulgadas, sin gritos y sombrerazos? Era una gran promesa a cambio de una pocas horas de esfuerzo ―algo que el pobre está acostumbrado a hacer.

Los organizadores que estaban ahí, jóvenes en su mayoría, tenían la consigna de tratar bien a los beneficiarios. Lejos quedaron los desplantes y tratos indignos con los que la gente pobre tiene que lidiar frente a las instituciones públicas. El espacio del evento fue diseñado por personas que saben de logística: se colocó la entrada de manera que todos los que necesitaran aclaración estuvieran en una segunda nave. Ahí se podían ver a los de Sedesol y a los de Liconsa en una segunda fila.

―yo me aventé otra, otra faltaba mi segundo nombre.

En todo momento nos atendían con gran amabilidad, traían un chalequito color beige con los logos institucionales de la Sedesol.

―Pase por aquí…

―Por favor…

―Tenga la amabilidad…

―Sí, yo la entiendo… ―decian con voz melosa.

Al entrar a la segunda nave observé el diseño: de derecha a izquierda divideron en tres bloques de sillas, en los cuales se colocaba a la gente para que descanasara luego de horas de estar de pie. En la segunda parte estaban los módulos de captura de información. Los bloques de sillas eran para contener a la gente que llegaba ya con el entusiasmo de recibir su monitor. Al sentarse se podían escuchar los suspiros de alivio. A la derecha estaba una pequeña fila de sillas para los señores de la tercera edad. Algunos se podían sentar y otros se movían en silla de ruedas. La zona estaba cercada por cintas deslizables. Estos abuelos casi no ven, sus cuerpos están maltrechos, casi todos sentados de lado, como si algo les doliera. Son los primeros que pasan y en diez, veinte minutos regresan con las pantallas en la mano de sus parientes.

Los murmullos se detenían por el discurso de cinco minutos de una joven que resaltó al presidente Enrique Peña Nieto y la “claridad del programa, que no era de ningún partido” sin embargo las siglas del PRI se podían percibir por doquier, en boca de los jóvenes animadores.

La segunda mitad de la segunda nave es un grupo de módulos de dos por dos metros, cada uno se identifica con un número, una silla, una computadora con cámara y escáner, dos operadores identicados y un empleado de correos con camiseta y gafete Secretaria de Comunicaciones y Transportes; estos vigilan celosamente la entrega de cada uno de los monitores y verifican que coincidan los documentos de identidad con la persona que tienen enfrente; por último solicitan la firma de recibido.

En esta parte yo pedí que llamaran al encargado de los módulos para que me explicara porqué me tomarían una foto, mis huellas, escanerían mis documentos, además de preguntarme por mi número telefónico o “¿sabe usted que es el apagón analógico?”, como estaban haciendo con todos los demás.

Se presentó un joven de no más de 35 años, muy nervioso, quien me explicó como fue que Sedesol y la SCT habían contratado a la empresa Human factor para hacer “segura” la entrega de pantallas, pues se habían detectado notificaciones falsas. Me indicó que los datos serían desechados y que “sólo” serían utlizados para fines de auditoria. Y me “aseguró” que no serían vendidos.

Finalmente y luego de pasar por el proceso de foto y dejar las huellas de mis pulgares, seis horas se espera, escuchar historias que dejan atrás a la ficción, de mirar como el gobierno sí puede utilizar los recursos de forma óptima y dejar satisfecho al “cliente”, salí con una gran caja de cartón en la que se lee “Mover México” con unas bolitas entre las dos palabras. Por alguna razón me recordó a Maquiavelo, en aquel párrafo donde se lee: “el príncipe se puede ganar el favor de pueblo satisfaciéndolo dándole favores que éste no espera”.

Datos de vida a cambio de una televisión de 24 pulgadas que siempre que prende aparece el logo de “Mover México” y sus esferitas.

De alta seguridad

En la página de internet de la empresa Human factor se lee, entre otras cosas: “soluciones para la detección de riesgos, fraude, delincuencia y terrorismo , que operan mediante el robo de la identidad. Éstas facilitan la prevención, contención y neutralización de amenazas que atentan contra la seguridad nacional o la de cualquier institución, mediante la administración de la identidad ”.

Algunos expertos en datos cibernéticos dicen que hay dos percepciones de esta captura de

datos personales la primera es la paranoia y sus representantes viven afligidos por el robo

de empresas como Human factor que se aprovechan de la inocencia y necesidad de los mexicanos ; la otra percepción es la cándida, dicen que estos procesos de captura de biodatos son “normales”. Yo me quedo en el grupo de los paranoicos digitales. La información en manos de políticos vengativos y llenos de voracidad por los recursos nacionales es un arma de terrorismo contra sus ciudadanos.

 

pantallasFoto La jornada Victor Camacho

.http://www.humanfactor.mx/

http://www.jornada.unam.mx/2015/08/12/capital/030n2cap

Un lugar sin orillas

navi_12 (32)Ramón Meza R.

–Te dije que hay cosas que no cambian, sólo desaparecen. Y se presentan muy de vez en cuando, como una epifanía, tal como este parque cuyo nombre nunca he sabido. Si lo atraviesas sin fijarte mucho, parece un parque como cualquier otro: con su pasto descuidado, sus fresnos envejecidos de tosca corteza, sus juegos infantiles: columpios, resbadillas y subibajas, sus bancas despintadas y vueltas a pintar. Un par de canchas de basquet destartaladas, rodeadas de mala manera con malla metálica. De ancho no debe medir más de dos cuadras, pero su largo es infinito.

–No te creo, y tampoco creo que lo hayas encontrado por casualidad. Para mí que tenías bien memorizado el camino.

–Te juro que no; es más: tú que eres de por estos rumbos, seguro habrás pasado por aquí, ¿o no? Mira, ahí a la derecha se ve la oficina del Departamento de aguas, donde seguro has venido a pagar los recibos, ¿me equivoco? ¿Habías entrado al parque alguna vez?

–…

–¿Crees que es un sueño? ¿Quieres una prueba de que esto es real?

–¡Ay, déjame! ¡Idiota, no había necesidad de pellizcarme! Aún así, sigo pensando que es un delirio, o tal vez un truco mental, algún tipo de magia, no sé.

–Estoy casi seguro de que no se trata de un delirio, porque por lo menos tres camaradas míos me contaron de sus andanzas por el parque. Uno lo llama el parque del venadito blanco, porque asegura haber visto un hermoso animal de ese color pastando entre los árboles. Otro lo nombró el parque de las ratas, pues contaba que una mañana, fatigado tras los efectos de una gran borrachera, alcanzó a ver una multitud de enormes roedores peludos que se movían en grupo, cual una horrorosa alfombra parda cazando en manada. El tercero de mis compas de plano se niega a hablar de lo que le tocó en suerte.

–Pues entonces, ¿desde cuándo lo conoces tú?

–Una ocasión, estando muy niño, escapé de mi casa –en un descuido alguien había dejado abierta la puerta– y me perdí caminando por barrios grises. De pronto encontré aquel oasis de verdor. Jugué en sus columpios y me encaramé en sus troncos retorcidos. Andaba feliz de la vida. Todo el tiempo el parque estuvo extrañamente vacío; no se oía ni el canto de un pájaro. Regresé a la casa, pero por otro camino distindo al que me había llevado, sólo para encontrarme con un excesivo regaño de mis padres, angustiados hasta la cólera por el susto que les provocó mi huida. No creyeron en mi relato, lo cual me hizo brotar más lágrimas que el castigo que me aplicaron.

–Seguro creyeron que era una de esas fantasías de niño, que no sabes luego si fue realidad o sueño.

–Así es. Les perdí la confianza y ya nunca les volví a contar nada.

–¿Como qué otra cosa?

–Una ocasión me venía persiguiendo una pandilla; ellos eran de la secundaria 204 y yo pertenecía a la 205, y eramos enemigos desde siempre. Aquellos chavos grandulones de suéter marrón ejercitaban sus cacerías sobre nosotros, los flacuchos de suéter verde. Se abalanzaron en cuanto a la distancia me vieron, pero ignoraban que yo era segundo lugar en carreras de velocidad. Salí disparado en dirección opuesta. Lamentablemente para mí, a las pocas cuadras comenzaron a acortar la distancia. Al dar la vuelta a una esquina vi un jardín a lo lejos y comencé a correr hacia su follaje. Escuché los gritos de mis perseguidores y algunos silbidos amenazantes que convocaban a los vándalos en mi búsqueda, por lo que seguí avanzando a grandes zancadas.

El jardín pareció extenderse por varias cuadras, hasta parecía más grande que el bosque de Chapultepec. Cansado correr lo que yo sentía como un maratón me recosté en un tronco; los pulmones me ardían y la cabeza me daba vueltas. Un poco después decidí arriesgarme a salir. Nadie me seguía. Crucé una avenida y salí a una colonia distante, que está en la otra orilla de la ciudad. No le di importancia y tomé el micro de regreso.

–No te creo: eso suena muy traído de los cabellos.

–Puedes creerme o no, eso es a tu gusto.

–Escucha. ¡No hables! ¿qué es eso que se oye oir ahí?

–Seguro es un animal salvaje. O tal vez una rata…

–¡Lo que quieres es asustarme! A lo mejor sólo es una parejita por ahí, que está haciendo sus cosas. Por eso es todo este cuento tuyo, quieres llevarme a un rincón oscuro.

–Algo hay de eso, pero antes deja te cuento otra de mis aventuras. Sobre todo, cómo me reconcilié con una novia. Andaba sin rumbo ni esperanza, más triste que un mariachi en día de ley seca. Había rodado por calles conocidas hasta que empecé a sentir la hierba bajo mis tenis. Era la hora en que la oscuridad invade la atmósfera como un gato enorme y silencioso. Las farolas del jardín empezaban a encenderse y de pronto, en una banca, a la orilla de las canchas de básquet, ahí estaba ella.

“–Hola –saludé sin muchas ganas.

“–Hola. –después de un rato en silencio, agregó:– No sé por qué llegué aquí, ni cómo. Siento que conocía el lugar, pero nunca había estado.

“–Todos los parques se parecen, especialmente a esta hora –le respondí.

“Sin esperarlo, estábamos otra vez sentados juntos. No aparecía ni un alma. Un beso largo con las manos entrelazadas y las caricias después, marcaron nuestro reencuentro.”

–Pues está muy bonita tu historia; incluso se nos hizo casi de noche ahora mismo. Pero ya debo regresar a casa. Me está dando un poco de miedo.

–Será que te espantan los movimientos entre las hojas. Te digo que es una parejita.

–No, es como un trotecito de caballo, ¡míralo!

–No es caballo, los caballos no tienen cuernos en medio de la frente…

–¡Nos vio! Viene hacia acá. No me gusta como nos mira. Quizá sea bueno correr…

–Ten cuidado, cuidado, te dije, ya te dio un golpe, vámonos, ¡despiértate! ¡Ay, creo que ya no despertarás!, y lo peor es que ahi viene de nuevo, ¡me embiste con sus patas!, su cuerno marfilino, ahora lo veo perfectamente. Me duele, si… sangra mi costado. De nuevo me arroja al aire… Ya me pisa…

De todos modos, sé que tenía que volver. Porque regresar a este parque fue como seguir persiguiendo un sueño, como intentar atrapar al unicornio, como volver a la ciudad que ya no existe…